Madrid, 9 de diciembre
Sofi:
Pasó casi un mes desde que recibí tu carta. Fue muy emocionante leerte estando tan lejos, rodeada de un paisaje que me es completamente ajeno. Sentí en lo que decías que algo hondo se gestaba en vos, como si eso de que el viaje te transforma se estuviera reflejando en tus palabras, atravesadas por la experiencia. Noté un ritmo distinto, una mirada atenta y curiosa ante un mundo nuevo (y extraño) desplegándose. Traté de recordar cuando fue la última vez que algo me sorprendió de esa manera.
Sofi, estoy cansada. Es casi fin de año y siento que no tengo muchas energías. Tengo tanto deseo de hacer cosas como de poner la mente en blanco y entregarle mis pendientes a Papá Noel: tomá, encargate. No es un cansancio físico, es mental. Es la cabeza que no para y hace ruido y me dice que falta algo:una llamada, una reunión, una nueva idea, un posteo, escribir, crear. Empiezo una cosa y algo lo interrumpe. ¿Compré regalos de navidad? ¿Me cambio de compañía eléctrica? Tengo que armar la lista del supermercado. No sé distinguir entre lo urgente, lo importante y mi deseo en este juego de ser adulta. Ojalá fuera un juego, como esos Montessori de actividades, los Busy books o Busy boards. Desde chiquitos ya estamos ocupados. Abro un cierre, descuelgo un teléfono, toco el xilofón.
Los días que me dejo libres no puedo disfrutarlos, si estoy haciendo un plan pienso que debería estar haciendo otra cosa. Si no hago nada siento culpa, vuelvo a pensar. Scrolleo. Ejecuto minitareas. Tareas por la mitad. No avanzo, no descanso. Me acuerdo cuando hablamos de empezar con esto de escribirnos cartas que “acordamos” intentar hacerlo cada dos semanas. Era un número arbitrario. También me acuerdo que hablamos del placer. Ahora mismo no distingo nada. ¿Alguien puede?
El otro día salí del metro e hice el mismo recorrido que hago siempre hasta mi casa. Es más o menos así: bajo por la segunda puerta del primer vagón que me deja justo frente a las escaleras. Me apuro para ser la primera y no tener que bordear a los que van más lento. De hacerlo, lo hago por la izquierda, como los autos. Me muevo ágil. Mi indicación es Albufera pares aunque ya ni la registre. Subo las escaleras de dos en dos, juego una carrera imaginaria con el resto de pasajeros, de paso, ejercito. No hay tiempo para todo. Camino hasta Monte Igueldo, miro hacia el local de empanadas, si está abierto consulto con mi estómago las ganas de comprarme algunas, o de probar las que hacen dulces, en general no sucede. Reviso mentalmente las cosas que puedo cocinarme al llegar. Doblo a la derecha. En la esquina de Antonia Calas miro hacia el segundo piso. Chequeo si hay luces prendidas o algo pasando. Tengo dos amigas que viven ahí y me gusta espiarlas, pensar que las puedo saludar desde la calle. Espero que no se intimiden con esta confesión. Sigo. La próxima cuadra, bah, calle, porque eso no debe tener ni treinta metros, estoy atenta a los obstáculos. Son variados: gente esperando el bus, un pequeño “rastro”, la cola en el puesto de la Once, borrachos que van a hacer pis. Es importante no respirar en la intersección Monte Igueldo con María Bosch. El olor a amoníaco me descompone. Cuando paso el primer local de ropa, puedo empezar a abrir mis fosas, despacito, como para recuperar el aire sin entusiasmarme. Antes, no. Paso la farmacia y ya estoy en el tramo final, quizás lo percibo así porque es en bajada y para mí las llegadas deben ser más fáciles, como en una montaña. La pendiente es leve, pero suficiente como para notarla. Hay dos cruces que requieren atención: el primero porque siempre lo hago con el semáforo en rojo y tengo que cerciorarme de que llego a tiempo a cruzar y el segundo porque es una senda peatonal en una calle angosta. Los autos vienen rápido y no ven cuando una aparece. Para evitar el susto, pero no frenarme, voy girando la cabeza desde antes, en cuanto tengo la oportunidad, zas. Aquí ya la vereda se despeja. Sigo hasta Santa Julia, cruzo en diagonal, miro ese nuevo local de zapatillas al que no entra nadie nunca y me pregunto de qué viven. Finalmente, mi portal.
¿Qué lugar hay para lo nuevo? ¿Para lo inesperado? ¿Qué cosa distinta puedo hacer con esta agenda apretada, en una ciudad que no improvisa y que me pide reservas para todo? Y es aún peor. Escucho: la mesa está disponible por una hora y media. Ya no hay tiempo para charlar, para discutir el menú. Estaba con unos amigos y el otro día me dijeron que no nos podían dar postre, que había que pedir para llevar. No sé, así no dan ganas ni de probar gustos de helado. Te leo en ese viaje alucinante y deseo volver a ver el mundo por primera vez. No quiero pensar que el paso de los años me va a quitar el poder de sorprenderme, de enamorarme, de hacerme llorar. No quiero dar la vida por sentado.
Reflexionando sobre estos temas decidí empezar a hacer alguna cosa nueva más seguido, o por lo menos, a conciencia. Quiero empezar con cosas pequeñas que no impliquen tomar un avión hasta el otro lado del mundo. En los últimos años los viajes se transformaron en ese bien de consumo, la experiencia que nos “saca de lo conocido”. Pero ¿nos saca? Un café de especialidad y un Airbnb son iguales en Hong Kong, Honolulu y Bratislava. Cuestión, algo nuevo: hoy voy a un recital sola por primera vez. No es mucho, pero es algo y es suficiente. Conozco “ir a recitales”, conozco “estar sola”, pero no conozco cómo se llevan juntos. Voy a probar.
Creo que al deseo hay que ejercitarlo y que esto es más importante que subir las escaleras de dos en dos. También creo que hay que expandir los juegos (como los de mesa), agregar nuevas piezas en el board. Board a secas, sin eso de Busy. Yo quiero tiempo. Libre.
Te quiero, y espero que tus días vengan ligeros.
Abrazos.
Lu
PD: Hay que poner fecha esta semana para juntarnos a organizar el próximo Teatro Vermú, todavía quedan varios lugares para Casting Lear, así que hay que promocionarlo, también.